Dirección de Pueblos Originarios ULagos
El feriado internacional conocido hasta hace unos años como el Día de la Raza, desde el año 2000 pasó a denominarse Encuentro de dos mundos en referencia a la llegada de Cristóbal Colón a nuestro continente el 12 de octubre de 1492. Esta modificación de conceptos fue una estrategia para matizar el hecho de lo que realmente fue: un proceso de colonización y genocidio de los pueblos presentes en el continente americano.
Pensar actualmente en esta fecha, nos permite continuar las reflexiones sobre el presente y las consecuencias de este hecho histórico hasta el día de hoy. La discusión de si fue un encuentro o un descubrimiento es una discusión vacía si volvemos a los hechos en sí: no hubo encuentro ni descubrimiento, hubo colonización y dominación. Dentro de estos debates, cargados de eurocentrismo, los pueblos originarios aparecen en un no lugar, un tiempo que para la historia del colonizador no existe, puesto que la historia oficial de los pueblos y del territorio conquistado parte con ellos y no antes. En este sentido, la preexistencia a los reinos, a los Estados y a las repúblicas americanas sigue siendo un punto que los pueblos originarios debemos destacar y defender al momento de discutir nuestras reivindicaciones.
Al reflexionar sobre este hecho histórico, Tzevan Todorov (1998) señala que fue “el encuentro más asombroso de nuestra historia” y Rafael Echeverria (2005) profundiza en el rol del lenguaje es clave para comprender los procesos sociales. El hecho que por décadas se habló desde la historiografía oficial como “descubrimiento” y como “encuentro” posteriormente, construyó una realidad que matizó los hechos más crueles y violentos vividos por este territorio y su gente. El poder del lenguaje en la colonización fue tan profundo que caló en el sentido común de un continente completo, donde únicamente el ejercicio contrahegemónico de los pueblos originarios y las primeras naciones ha sido capaz de resquebrajar el relato oficial para instalar la verdad sobre la colonización y sus consecuencias. En este sentido, el poder del lenguaje y de la lengua dominante fue un instrumento de dominación que a pesar de la memoria y del archivo, creó una realidad completamente diferente Las palabras, conceptos y nociones que utilizamos para hablar sobre un hecho histórico o para explicar un fenómeno social son fundamentales, puesto que entretejen discursos y crean sentidos comunes. En esta línea, la organización y selección de información que se presenta al espacio público puede servir para develar situaciones específicas o bien para ocultarlas. Cuando nos referimos al 12 de octubre de 1492 y su devenir histórico en nuestro territorio. los conceptos que utilizamos son relevantes, en la medida en que son estas palabras las que tendrán el poder de re-construir y de recuperar el relato.
La llegada de los invasores europeos del otro lado del océano Atlántico, convirtió a América Latina en epicentro de diversas disputas entre naciones indígenas que se enfrentaron a la colonización europea. Esta coyuntura significó la conformación de estructuras de poder que marginaron social, cultural y económicamente a la población indígena, lo que terminó por configurar los escenarios de disputa que mantiene el mundo indígena con los estados nacionales y las sociedades dominantes hasta nuestros días.
La imposición del dominio del mundo occidental por sobre lo indígena, sustentado en el convencimiento de que los valores representados por las empresas de conquista occidental (cristianismo) los hacía superiores a otros pueblos, posibilitó la configuración de un escenario de trato colonial estructurado sobre la idea de raza. Este constructo mental resultó ser una piedra angular para justificar el despojo y el dominio de la civilización occidental sobre la población originaria en todos los niveles de intercambio social.
Al respecto, señala Quijano (2014), el dominio colonial permitió el surgimiento de nuevas categorías que definieron y estratificaron a los pueblos dominados:
“La formación de relaciones sociales fundadas en dicha idea produjo en América identidades sociales históricamente nuevas: indios, negros y mestizos, y redefinió otras. Así, términos como español y portugués, y más tarde europeo, que hasta entonces indicaban solamente procedencia geográfica o país de origen, desde entonces cobraron también, en referencia a las nuevas identidades, una connotación racial”[1]
El desprecio sobre lo indígena llegó a tal nivel de asimetría que se llegó a cuestionar si: ¿eran humanos o bestias? ¿tienen o no tienen alma?, como bien lo recuerda el debate de Valladolid entre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda entre 1550-1551, comprendido actualmente como una de las primeras instancias de defensa de los derechos humanos.
La codicia y la avaricia española por los recursos del continente impulsaron la expansión europea sobre Abya Yala, y en consecuencia, la esclavización de la población. Para Eduardo Galeano, este proceso fue el inicio del capitalismo con el despojo y la acumulación como sus principales herramientas. Así señaló en su célebre obra: “el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del Paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra” (1984, p. 30). El trabajo esclavo diezmó a la población originaria y fue una de las principales causas del genocidio indígena. Al respecto señala Quijano (2014):
“el vasto genocidio de los indigenas en las primeras décadas de la colonización no fue causado principalmente por la violencia de la conquista, ni por las enfermedades que los conquistadores portaban, sino porque tales indigenas fueron usados como mano de obra desechable, forzados a trabajar hasta morir”[2].
Al igual que en el resto del continente americano, el sistema de explotación esclavista alcanzó la Fütawillimapu. En el caso del archipiélago de Chiloé, la imposición del trato colonial inició en 1567 y estuvo marcado por la imposición del sistema de encomienda, ejercido por más de dos siglos sobre la población williche. De acuerdo con Rodolfo Urbina, a inicios del siglo XVIII, la población indígena de Chiloé alcanzaba unos 6000 habitantes, de los que alrededor de un millar estaba sometido a encomienda, al trabajo forzado y, en definitiva, a la práctica esclavista, siendo objeto de múltiples maltratos y despojos.
A la luz de estos datos, resulta curioso pensar que a más de cinco siglos desde 1492, expulsada la corona española del continente y concretada la “independencia” de las repúblicas latinoamericanas, todavía perduran en el territorio los abusos, vejaciones y desposesiones contra la los pueblos originarios y sus territorios.
En Chile, el proceso conocido como ocupación militar de la Araucanía, instalada en el imaginario colectivo como “pacificación”, redujo al pueblo Mapuche a un 5% de lo que fue su territorio ancestral. Consecuencia de esto fue la erosión y desintegración sociocultural, lingüística y político-administrativo del pueblo Mapuche, origen de los numerosos conflictos que en la actualidad enfrentan al pueblo Mapuche con los Estados chileno y argentino.
El dominio de antaño representado en las empresas de conquista, se ha actualizado a través de diversas formas y dispositivos como nuevas expresiones del colonialismo. Antes descubrimientos, hoy proyectos de inversión. Estas nuevas formas de colonialismo además se han fortalecido en el racismo instalado en la sociedad chilena donde un porcentaje significativo de la población se muestra contraria a las demandas indígenas por derechos colectivos. Esto se pudo apreciar en el reciente plebiscito nacional sobre el cambio constitucional en Chile, donde la plurinacionalidad y los derechos de los pueblos indígenas fueron temas controversiales en los debates públicos.
Este panorama histórico y coyuntural nos invita a re-pensar las relaciones desde otro lugar, no desde el prejuicio y los estereotipos desde los que la sociedad y los medios de comunicación representan a las demandas de los pueblos indígenas, sino que, desde la propuesta de la interculturalidad como un principio y un horizonte que nos permita construir relaciones sociales en un marco de valoración de las diferencias culturales y el encuentro con la otredad.
No podemos olvidar que previo a la colonización de América el territorio era diverso cultural y epistemológicamente, y que esto significó un obstáculo ante lo que la colonización respondió con homogeneización y aculturación como mecanismo de dominación. La anulación de las diferencias culturales existentes al interior del continente americano permitieron y siguen habilitando la exclusión y el dominio sobre la población (Bonfil Batalla, 1972).
Así, el desafío de la interculturalidad está en escuchar los diversos puntos de vista en territorios y naciones que poseen una importante diversidad cultural como es el caso de Chile. Esta escucha permitirá la reflexión sobre la continuidad que han tenido estas heridas en la actualidad y la búsqueda necesaria de caminos de encuentro y diálogo que permitan a Chile conocer de mejor forma su memoria histórica y sus orígenes. Este ejercicio de conocer nuestra propia historia, permitirá reforzar nuestras identidades, el auto reconocimiento y valorar nuestra herencia territorial para aportar en la construcción de sociedades más respetuosas de su diversidad histórica y cultural.
Referencias:
Batalla Bonfil, Guillermo (1972). El concepto de indio en América. Anales de Antropología, disponible en http://www.revistas.unam.mx/index.php/antropologia/article/view/23077/pdf_647
Echeverría, Rafael (2005). La ontología del lenguaje. Editorial Granica
Galeano, Eduardo (1998). Las venas abiertas de América Latina. Editorial Catálogos
Quijano, Aníbal. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. CLACSO
Todorov, Tzevan (1998). La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI Editores
[1] Quijano, Aníbal. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, 2014, p. 778.
Publicado por: José Luis Vargas Álvarez